ni una madre siria, ni una madre afgana,
ni una madre kurda,
ni una madre del cuerno de África!
¡Qué suerte no tener que sostener
la muerte de mi hijo entre mis brazos...
ese pequeño cuerpo
que se ha muerto sin más,
de hambre, de sed,
desangrado,
descuartizado,
atravesado, zas, por una bala!
¡Qué suerte no tener que abrazar a mi hijo muerto
mientras mis ojos se resecan, lentamente,
de dolor, de impotencia,
de rabia contenida!
¡Qué suerte no tener que sortear cada día
el rostro oscuro y enjuto de la Parca,
y regatearle, esconderle, ocultarle
los rostros malditos de mis hijos,
que han nacido donde nada importan,
donde nada valen, donde nada son...!
Qué suerte, me repito cada día, qué suerte,
mientras mi hijo, tranquilo,
duerme su infancia merecida.
No existe una bandera lo suficientemente grande como para tapar la vergüenza de matar inocentes.
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