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5/28/2024

Sonrisa Crueldad y Tragedia ARGENTINA


El libro sobre la comedia atribuido a Aristóteles se perdió. Algunos especulan que varios de los últimos ejemplares se perdieron en el incendio de la Biblioteca de Alejandría, como producto de una orden de Julio Cesar, destinada a defenderse de una insurrección comandada por Aquilas. La comedia aristotélica es graficada con la máscara de la risa, como contracara de la tragedia. Dos perspectivas de una misma huella humana. Todo lo que es comedia puede transmutarse en tragedia. Toda risa puede ser la simbolización de una catástrofe. En la Poética, Aristóteles sugiere que “la máscara cómica es algo feo y deforme”. 

Milei es eso.  Amplifica su risa para adularse en el espejo de su grandilocuencia impúdica. Sobreactúa esa afectación para dotarse de una seguridad de la cual carece. Su carcajada es forzada, está en absoluta tensión con la autenticidad de la alegría, siempre más serena. 

Gesticula convicciones para reconvertir su hipócrita risa en una estrategia de condescendencia. A esa impostada y denodada búsqueda de persuasión suele adosarle falacias economicistas varias, incomprensibles para el común de los mortales, a quienes –por supuesto– desprecia. Se cree iluminado por alguna deidad o profeta. Por Moisés. Se percibe, para presentarse con una identidad sólida, dotado de una convicción de alguna manera incomprendida, que solo su luminosidad convertirá en plenitud. Un mesiánico de la racionalidad técnica, carente de profecía humana.  

Los despidos, las penurias, la falta de alimento, la supensión de la provisión de medicamentos, la reducción de las jubilaciones y pensiones, el incremento de las suspensiones en las fábricas, los insultos a quienes piensan diferente, el negacionismo del genocidio doméstico, al apoyo acrítico a los bombardeos sobre población civil en Gaza,  la insensibilidad ante las discriminaciones, la misoginia, la brutalidad contra toda forma de disidencia sexual, la violencia simbólica, el insulto: eso es lo que se festeja. El albur de una ceremonia que se amplifica en medio de una algarabía de sadismo social:  “Es mentira que no les alcance el sueldo hasta fin de mes –descerraja el presidente– Si no les alcanzara ya  estarían muertos”.  

Hay risas que se enarbolan desde un disfrute caníbal. Esa es la impronta de Milei. Huelgas de empatías humanas se deslizan por sus ojos. Nada de conmiseración. Brutalidad. Solo la expresión de rictus de ecuación lógico– matemático incomprobable: si la tabla del Excel está equilibrada el éxito está asegurado aunque los seres humanos no entren en la contabilización. 

La ternura –en ese escenario– es una enfermedad infantil que hay que extirpar. Aquí –afirma–  hay sólo conductas de equilibrio exteriorizadas por el sacrosanto principio del egoísmo: cifras niveladas y juegos matemáticos quemados en las pestañas llorosas de los desesperados. Ese es el territorio de la distopía. La guerra humana –llamadas “competencia” o “meritocracia»– donde sobrevivirá el más apto, es decir el más rico. 

En ese terreno se inscriben los gestos calculados de un regocijo misérrimo, que humilla: la motosierra, el odio, el ultraje. El veto a cualquier medida que se atreva a pensar en los caídos. Las formas de un júbilo que se instituye a costa del más vulnerable. Del que tiene que incorporar la derrota para vender su fuerza de trabajo más barata. Ese es el jolgorio del dolor público. Un disfrute execrable que monta su show en el escenario Luna Park para rockear el pretendido triunfo sobre la víctima popular. 

Las comisuras labiales del presidente se ven excitadas frente a millones de dolores y temores de los despreciados. Ellos son caratulados como partícipes o destinatarios peligrosos de un despilfarro estatal. Mientras, Milei le sonreirá de forma despiadada. Serán los señalados para ser domados, domesticados, sometidos, acostumbrados a “su”  miseria. Ellos y ellas pertenecen por derecho propio a la oscura casta trabajadora. Esa casta que sujetar: de su penuria –en forma directamente proporcional– brotará el sarcasmo reconvertido en crueldad. La forma más constatable de la vileza.

Es esa risa proferida por los altos magnates del desprecio la que reirá ante la humillación. Las toneladas de comida pudriéndose en galpones serán el testimonio de la dureza de la risa. Mientras, los comedores escucharán los ruidos gástricos de los pibes sin ingesta. El retorcijón visceral que habla el lenguaje de la privación. El interrogante de unos padres exhaustos y  una sociedad que vela una ebullición probablemente sigilosa. Ese padecimiento es el origen preciso de la risa jactanciosa. 

La voz del desgarramiento andino, Violeta Parra, retrató ese rictus de barbarie, medio siglo atrás, y lo convirtió en canción:  “Miren cómo sonríen / los presidentes / cuando le hacen promesas / al inocente (…)  Miren cómo redoblan / los juramentos / pero después del voto / doble tormento. (…) Miren cómo sonríen / Angelicales / Miren como se olvidan / Que son mortales.”  

Son mortales, escribió y cantó.  A sabiendas de que la tragedia es el otro perfil  de la risa cruel.  Su máscara deforme. 


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